El maniqueísmo totalitario (entiéndase por maniqueísmo la tendencia a interpretar la realidad sobre la base de una valoración sostenida en la división en dos únicas partes que representan los extremos) es un hecho latente y casi patente en muchas sociedades, especialmente en la nuestra, donde además de tener raíces históricas, se abona y cultiva de continuo. La dicotomía social, cultural y política que hemos sufrido a lo largo de nuestra reciente historia no democrática, en la que el propio pueblo estuvo dividido en el bando republicano o los rojos (un antiguo profesor mío en Córdoba, en el colegio, hacía referencia a las que representaban a este “bando como “izquierdosos”, a modo despectivo), y el bando nacional o los falangistas, y en la que era de obligado cumplimiento pertenecer a uno u otro bando, teniendo esto como consecuencia representar al bien o al mal para el resto de conciudadanos e incluso salvar la vida o estar condenado a perpetua persecución, así lo demuestran.
Tan hondos calaron estos mensajes entre los ciudadanos, tan importante era la diferencia con la que se representaban enfrentados incluso a creyentes católicos de ateos, los de conducta recta de los de “cuestionable respetabilidad” (directamente marcados de por vida con el estigma de la impureza) que de algún modo y en nuestra cultura y tendencia natural parece que intentamos seguir asociando a unos y otros con las distintas fuerzas políticas, como aquél que entiende que una liga de fútbol en España sólo merece la pena disfrutarla cuando juegan el Real Madrid y el F. C. Barcelona porque son entre los que se decide el ganador de la Liga. Así muchos ciudadanos en política sólo saben entender de derechas o de izquierdas, polarizando y marginando, no ya otro tipo de posicionamientos o no posicionamientos, sino desvirtuando hasta el extremo todo lo que pueda surgir como decisión en el seno de los partidos que representan esos argumentos.
Este maniqueísmo que supone una adulteración de la realidad y que en muchas ocasiones nos lleva al límite de la visceralidad en la defensa de nuestras ideas es enemigo indiscutible de la democracia ya que va en contra de los principios de igualdad así como de los derechos fundamentales de respeto, información, constitucionales de libertad de opinión y creencias o incluso en contra de la mínima consideración ética hacia el ser humano; y esto tiene una explicación bastante razonable. Al entender que sólo existe lo positivo o lo negativo, lo bueno o lo malo, se cae en la tentación del seguidismo “porque sí” de formaciones políticas de las que no se conocen aspectos fundamentales o que no se defienden debidamente porque se cree o da por hecho que el conjunto de éstas es lo positivo y el resto es negativo en su esencia. Se tiende a ir contra las ideas de un grupo por partir de ese grupo y no por tener un juicio de valor realmente acertado y basado en el conocimiento de las ideas o propuestas. Se va contra corriente porque es ir contra el mal.
Hablar de maniqueísmo es hablar, asimismo, de inocentes y culpables sobre asuntos complejos, es ignorar la corresponsabilidad de todos los agentes que han generado o intervenido en los hechos negativos y supone la elevación al grado casi de santidad a ídolos de papel cuché o de discos compactos por el simple hecho de no tener nada negativo que conocer de ellos y sí cosas a favor. La base del maniqueísmo es la ignorancia que despierta, el evitar un esfuerzo comprensivo necesario para estimar o desestimar una acción, palabra o persona calificándola y segregándola del conjunto. También es germen importante de racismos, xenofobias, homofobias y discriminaciones por razón de sexo, género (yo distingo el sexo del género, creo que es importante hacerlo cuando se habla de personas), creencias o por el simple hecho de no estar a favor de lo que uno piensa o no ceder a chantajes.
En la jerga política, en España, es común hablar de desaliento, es común en nuestros días el sentimiento de frustración, en muchos casos de desengaño ante los enormes errores cometidos por el actual Gobierno. Y razones, y no pocas, las hay. Pero en cierto modo la negatividad que conduce a pensar que el partido que está en el poder es el “mal supremo” lleva a muchos ciudadanos a buscar en su negativo, el Partido Popular, la solución alternativa. Aquellos que ven el poder de las decisiones del Gobierno en su socio PODEMOS buscarán a su negativo, VOX (es por ello que el presente y el futuro de ambas formaciones dependen en gran medida del éxito de una u otra). Gracias a ese maniqueísmo tendencioso que padecemos como enfermedad en los huesos, el reuma que zozobra nuestro sistema a la hora de votar, el mismo que niega a muchos ciudadanos la capacidad de decidir sobre lo que realmente le interesa.
¿Y qué es lo que interesa a los ciudadanos? En primer lugar habría que decir que existe un concepto denominado “interés general” de no tan difícil comprensión basado en lo que es mejor para el conjunto de la sociedad respetando siempre la jurisprudencia y los derechos fundamentales e inalienables. Podría interpretarse como “el camino correcto”. Cierto es que a la hora de depositar un voto es importantísimo conocer, no sólo a las personas sino las intenciones, los programas, los fines, la defensa de qué intereses representa o cuál es el objetivo de cada una de las políticas. En definitiva estamos hablando de conocimiento de las distintas realidades y una cultura y educación política para saber las repercusiones de aquellos planteamientos que se quieren llevar a cabo y el por qué.
Traducido a un lenguaje más coloquial, es sencillo decir que se van a crear 4 millones de puestos de trabajo pero lo que verdaderamente debiera ser el mensaje dado para analizar es cómo se va a conseguir eso y en qué manera es predecible que esos puestos de trabajo se puedan generar. El maniqueísmo conducente a totalizar el conjunto de políticas en torno a diversas premisas no demostradas ni demostrables es, sin duda, un tipo de manipulación en tanto y en cuanto no se ha garantizado a los ciudadanos el aprendizaje de una cultura y educación políticas que les permitan analizar y determinar el alcance de los mensajes ni se ha mostrado el menor interés en hacerlo, más bien al contrario.
Partiendo de estas premisas podemos concluir lo absolutamente necesario que se hace esa formación en los ciudadanos y la bidireccionalidad en los procesos comunicativos políticos entre los representantes y los representados más allá de fotos y promesas de despacho, a la vez que determinante la exigencia de acabar con el maniqueísmo totalitarista político, demostrando diálogos que se presenten de forma objetiva en la dirección de aunar esfuerzos en torno al interés general y no particular de los partidos ni de las personas. Para ello nada más útil a la vez que imprescindible es la participación en la mayor forma posible de los ciudadanos en las propuestas y decisiones que se tomen.
Hablar de maniqueísmo social es hablar de un mal que aqueja, asimismo, a los propios ciudadanos en su vida diaria, en las perspectivas que tienen de la intencionalidad de otros a la hora de expresar pensamientos o deseos. ¿Por qué se tiende a condenar al ostracismo a quiénes son considerados una amenaza por no ser ni pensar como nosotros, por representar, debido a concepciones maniqueístas, lo contrario a lo que nosotros podemos representar? Esta lucha absurda entre iguales no sólo no es nada constructiva sino que enfrenta inútilmente sin razonamientos lógicos dispuestos sobre la mesa. Estas fórmulas son generadoras de extremismos y de negaciones continuas a las realidades del otro, a sus certeras opiniones y, sobre todo, a la imprescindible fórmula democrática de crecer escuchando, aportando y recibiendo.
Es fácil enfrentarse de continuo a los demás, levantarse cada día con las armas cargadas defendiéndose, en la oscuridad del desconocimiento, de cualquier ruido o movimiento extraño, pero lo verdaderamente valiente es enfrentarse a uno mismo cada día en los demás para así recibir de todos y poder seguir creciendo.
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